La escritura como pasatiempo
Comenzar una carrera en las letras es asumir que siempre va a haber trabajo después de la jornada laboral. Uno se vuelve profesional en el arte de robar tiempo: media hora muerta entre tarea y tarea se convierte en media hora de lectura, corrección o impresión de un manuscrito. No hay máquina del café o cuchicheo que supere al placer de avanzar en el borrador.
En el proceso también algo se pierde, porque el recorrido de las calles camino a la oficina se transforma en la ruta más larga y que más veces se transita al día, a veces llena de dolor: de la cabeza al corazón.
Los compañeros del trabajo pasan a ser entes, porque los únicos con derecho a voz y existencia dentro de la cabeza del escritor son imaginarios. Los personajes. Enfrentar la apatía del resto, otro desafío. Después del rechazo viene la costumbre y hasta el agradecimiento de que lo dejen en paz. Los otros compañeros del autor en ciernes en su mayoría están muertos, porque son los escritores sobre cuyas obras se apoya.
Embarcarse en un libro sin esperanza de que un editor crea que merece ser publicado es pura fe. Quien se ha enamorado lo sabe.
Como Isabel Allende, que comienza a escribir cada 8 de enero porque en 1981, un día como aquel, redactó la primera carta desde el exilio a su abuelo Agustín Llona, cuyo fallecimiento se acercaba. A partir de esas notas, al año siguiente la autora publicó "La casa de los espíritus", novela que la presentó al mundo.
Stephen King también dice que trabaja al menos ocho horas diarias en la escritura y lectura de libros, lo cual le permite sacar una o dos novelas por año. Consejo fantástico, posible de seguir cuando ya se tiene un éxito como "Carrie", que le otorgó la libertad económica y social.
Pocos, como los ejemplos antes mencionados, pueden dedicar sus días a las letras sin la necesidad de un trabajo paralelo. Y es que antes lo tuvieron: Allende fue periodista de revista Paula, y King, profesor de escuela. El éxito parece ser más sudor que iluminación, por lo que vale la pena buscar algo remunerado que vaya en sintonía con la obra, como escribe la crítica de arte argentina María Gainza en "El nervio óptico": "Tenía que pasear a un grupo de extranjeros por una colección privada. A eso me dedicada y no era un mal trabajo, pero mientras esperaba a que llegaran mis clientes guarecida bajo el techo de un bar, un taxi amarillo pasó demasiado cerca del cordón y bañó mi vestidito amarillo" en un día de lluvia.
"Yo era directora, secretaria, cadete y guía en mi empresa", explica luego la también autora de "Un puñado de flechas" al entrar al Palacio Errázuriz, en Buenos Aires, hoy Museo de Arte Decorativo y antes casa del embajador chileno Matías Errázuriz, donde está la pintura "El ciervo", de Albert de Dreux. "Mi encuentro con Dreux fue fulminante, a lo que A. S. Byatt llamaría the kick galvanic. Me recordó que en la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva se juega todo el arte. (...) Me han dicho que es la dopamina que libera mi cerebro y aumenta la presión arterial. Stendhal lo describió así: 'Saliendo de Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía que la vida se había agotado en mí, andaba con miedo de caerme'", de ahí el síndrome que lleva su nombre.
Sin experiencias como aquellas, quizás Gainza no podría haber concebido sus novelas como, aparte de historias, guías por los cuadros que están o alguna vez pasaron por las galerías de la capital trasandina. Algo similar pasa con Emmanuel Carrère y sus libros de ficción que se nutren de la crónica periodística, género que ha ejercido por años con resultados como "V13", "Limónov" o "Yoga", siendo este último el título que lo llevó a tribunales por una controversia con su exesposa.
Entretenida la polémica, pero volvamos al libro: Carrère cuenta en primera persona su experiencia en un retiro de yoga, a fin de controlar las sombras de su depresión. Busca armar un libro que "acabe bien, que mi vida acabe bien". Sin embargo, "un hombre con paraguas aparece" y "en un pedazo de papel había anotado las dos cosas que debía decirme: Charlie Hebdo, como si necesitase esa idea idiota para no olvidar el titular y, un poco más abajo, Bernard… Maris", el fundador de la revista donde colaboró el autor, luego de años admirando su trabajo. Así comienza la narración de Carrère sobre su oficio y el ataque terrorista perpetrado en 2015, donde murieron otros amigos a los que también nombra en "Yoga" y "V13".
Salpicada de sangre también está "Nunca volveré a Berlín", novela de Roberto Ampuero donde el exjerarca de la Alemania comunista, Erich Honecker, quien pasó sus últimos días en Santiago, recorre La Moneda: el autor conoce esos pasillos como pocas personas, debido a su rol de excanciller, por lo que el narrador cuenta que "me sobrecogió ver una mancha de sangre que impregnaba el respaldo de un sofá y el impacto de las balas suicidas en la pared. (...) A un costado, encima de una mesita circular, había un teléfono negro de disco, y más allá dos sillones revestidos en tela burdeos. 'Esta sala y la adjunta ya no se ocupan'".
Asimismo, por pasillos fríos se adentra el periodista y escritor Alan Pauls en "El factor Borges", donde señala que el autor de "El Aleph", aparte de trabajar en bibliotecas, los que dieron sustento a su babilónica obra, "pasó una cantidad respetable de años escribiendo en redacciones tumultuosas, con plazos perentorios, contra reloj y a veces contra sus jefes, por dinero, y (fue) alguien cuyos textos, a menudos tachados de herméticos, compartían la misma página de revista con un aviso de corpiños, otro de pasta dental y con algún artículo particularmente útil para las dueñas de casa".
Días que no se leen muy felices, así como los de la premio Pulitzer Anne Boyer, poeta con cáncer de mamas al que alude en "Manual para un destino desencantado", mediante líneas del tipo "un tratamiento de quimioterapia cuesta más del dinero que he ganado en casi toda mi vida. ¿Podría un poeta en una tierra alienígena explicar cómo en esta tierra el cuerpo enfermo de un trabajador produce más ganancia que su cuerpo sano trabajando?".
Trabajar para escribir. ¿En qué?