La Navidad, con su magia y tradiciones, nos invita cada año a un tiempo de unión y reflexión. Sin embargo, rara vez nos detenemos a pensar en cómo esta celebración, tan asociada a la figura de Jesús, tiene raíces profundas en antiguas festividades paganas vinculadas a los solsticios.
En el hemisferio norte, el solsticio de invierno marca el día más corto del año y el renacimiento de la luz. Los pueblos nórdicos, por ejemplo, celebraban el Yule, encendiendo hogueras para rendir homenaje al sol en su regreso triunfal. Durante estos festivales, se intercambiaban regalos y se realizaban rituales destinados a garantizar la fertilidad y el renacer de la tierra. En el Cono Sur, la Navidad coincide con el solsticio de verano, el día más largo del año. En el mundo andino, entre el 20 y el 21 de diciembre, se celebra el Qhapaq Raymi, una festividad que honra al sol y al ciclo de la naturaleza, renovando energías y asegurando la abundancia que alimentará a las comunidades.
Entonces, ¿por qué celebramos la Navidad en esta fecha? Para facilitar la transición del paganismo al cristianismo, el emperador romano Constantino I, en el siglo IV, fijó el 25 de diciembre como la fecha del nacimiento de Jesús. Esta fecha coincidía con el "Dies Natalis Solis Invicti" (El Día del Nacimiento del Sol Invicto), una festividad pagana que celebraba el renacimiento del sol y el solsticio de invierno.
Hoy, entre luces y compras, recordemos lo que realmente importa. No solo se trata - dependiendo de las culturas - celebrar el nacimiento de un dios, el regreso del sol o el ciclo de las estaciones. Lo esencial es reunirnos, abrazar a nuestras familias y fortalecer los lazos que nos sostienen. Este año, ya sea bajo el sol ardiente del verano o la luz tenue del invierno, celebremos lo que nunca cambia: el amor. Ese amor que nos vino a enseñar ese niño Jesús, cuyo mensaje universal es ser un Dios de amor, no de guerra.