A 50 años del golpe
Ricardo Morales , Obispo de Copiapó
Hermanos, hermanas: Esta pregunta que Dios hace a Caín es una interrogante presente a lo largo de la historia, y especialmente hoy al hacer memoria de los 50 años del golpe de Estado se nos vuelve a repetir.
Es a todas luces, una pregunta que no nos puede resultar indiferente cuando todavía en nuestra patria, a 50 años del dramático quiebre de la democracia, no se conoce el paradero de hermanos y hermanas que fueron hechos desaparecer por la dictadura.
La pregunta que me surge y me lleva a escribir estas líneas es: ¿qué nos pasó que llegamos a vivir el horror de torturas, muertes, desapariciones, exilio, conculcándose los derechos y libertades más básicas en nuestra patria? ¿qué llevó a que chilenos consideraran a otros chilenos como enemigos? ¿qué llevó a que la muerte y el espanto recorrieran cada rincón de nuestra patria?
No pretendo en estas breves letras ocupar el lugar que especialistas han tenido y tendrán para responder estas preguntas, sólo me mueve como pastor de esta Iglesia en Atacama, a decir una palabra desde la fe y desde nuestro seguimiento a Jesucristo.
En primer lugar, decir que cuando olvidamos la fraternidad y el respeto a la dignidad del otro, más allá de nuestras diferencias, dejamos de reconocer la común humanidad que nos constituye y la inviolabilidad de cada ser humano. Somos hijos de un mismo Padre, en Dios encontramos siempre los brazos abiertos para acoger y consolar a todos. Jamás ninguna idea, doctrina o una pretendida paz, justificarán la violación a los derechos humanos, la violencia y la muerte.
Somos hermanos, con un pasado y un destino común, depositarios de la fuerza de los pueblos originarios, de la valentía de nuestros padres y madres de la patria, que supieron resistir contra el yugo opresor y vislumbrar un destino para hombres y mujeres libres. Vivimos en una tierra generosa, que no deja de regalarnos lo mejor que nos puede haber entregado el Creador.
En segundo lugar, la violencia jamás será posible invocarla para destruir al otro, jamás la muerte es un argumento que podamos usar, ni menos contra un hermano. Incluso la legítima defensa nos exige siempre el uso proporcional de la fuerza. Digamos claro: la violencia en la política y la violencia de Estado no tienen lugar en una democracia y no deben repetirse.
Como decía un ex rector de la Universidad de Chile: "No nos perdamos. El tema central humano de los 50 años del golpe de Estado son las víctimas, las personas que fueron asesinadas o sufrieron torturas y el dolor interminable de las familias de las víctimas que siguen desaparecidas". Desde la fe, el ser humano es nuestro centro, el objeto de nuestra atención siempre. "¿Dónde está tu hermano Abel?" es la pregunta que siempre se nos hace, pues el sufrimiento de los más vulnerables siempre será para nosotros un motivo para actuar. La crisis de los abusos sexuales en nuestra Iglesia aconteció, como nos dijo el Papa Francisco, por sacar a Cristo del centro. La Iglesia en los años más duros de la dictadura levantó la voz profética para defender la vida, colocó a Cristo en el centro "estuve en la cárcel y me visitaste" (Mateo 25, 36). Es así como en nuestra Diócesis reconocemos la valentía de tantos hombres y mujeres que, pese a la represión brutal, no tuvieron miedo a estar del lado de los sufrientes y las víctimas. Un ejemplo de estos hombres y mujeres es Don Fernando Ariztía, que en un histórico mensaje nos dijo: "Un pueblo no puede avanzar pasando por la orilla del camino y cerrar los ojos para tapar sus fealdades, sino que tiene que mirar su historia. No puede construir el futuro sin mirar el presente y también la realidad del ayer".
Somos hermanos, no lo olvidemos nunca, la violencia nunca será justificación para nada.
Queridos hermanos y hermanas, esta sencilla carta en esta víspera de un nuevo 11 de septiembre, quiere invitarlos a orar junto con Cristo, implorando al cielo la paz, la reconciliación y la justicia.