Boric, Chonchol y Jarpa
La conmemoración del golpe que se avecina hace volver la mirada sobre el pasado, y fijarla en la dictadura y el tiempo que le antecedió.
Y en ese quehacer un papel relevante le ha cabido, por propia decisión, al presidente Gabriel Boric.
El homenaje a Jacques Chonchol primero y las críticas al papel que cupo a Sergio Onofre Jarpa, después, son un ejemplo de esa delectación con el pasado que se ha vuelto, por estos días, y seguirá volviéndose en los que vienen, inevitable.
Tanto Jacques Chonchol como Sergio O. Jarpa son nombres que en el campo chileno se recuerdan con porfía.
Jacques Chonchol fue uno de quienes aceleró el proceso de reforma agraria, en tanto que Jarpa fue un opositor a ella y a todo lo que significó. Para uno, Chonchol, la reforma agraria era el paso indispensable para desarmar la estructura hacendal, centrada en el inquilinaje, que en buena parte poseía la sociedad rural chilena. Para el otro, Jarpa, la reforma agraria era un atentado a la propiedad, y junto con ello, a los valores más básicos de la nacionalidad centrados en la tierra y sus tradiciones.
Ambos, mirado el asunto a la distancia, y cada uno a su modo, tenían razón.
Desde luego, el Chile rural era una forma de dominación de un grupo sobre la base de la posesión de la tierra. Como lo muestra una amplia literatura sociológica, la hacienda o el fundo, no solo era una unidad productiva, sino que era una estructura social, una forma de vida centrada en la posesión de la tierra, en cuyo derredor se establecían relaciones sociales paternalistas y de dominación sobre una amplia clase, el campesinado, cuyas relaciones con la comunidad política y con la fe están mediadas por la casa patronal en el más amplio sentido. En este sentido, la reforma agraria -la expropiación del latifundio y su redistribución- era una forma de alterar la estructura social y no solo de mejorar la productividad de la tierra. Era, para decirlo en una frase, una manera de modificar las relaciones sociales o, más precisamente, las relaciones de dominación de un grupo sobre otro fundadas en la propiedad de una unidad social. Este era el punto de vista de Chonchol. Y tenía razón en ese diagnóstico.
Pero, y en esto tenía razón Jarpa, esa era la forma de vida de una clase social a cuya sombra se habían generado ciertos valores y ciertas formas simbólicas -el huaso, la tradición del campo, el paisaje rural, ciertas formas de comensalidad y de diversión, ciertos arquetipos de lo chileno- que integraban el imaginario de la chilenidad. No era solo el imaginario de una clase, sino que ese imaginario se había expandido al conjunto de la cultura. Y la reforma agraria acababa, o amenazaba con acabar, con todo ello que, desde el punto de vista de los propietarios del latifundio, y también de buena parte del campesinado, era un mundo a cuya sombra habían configurado su identidad. Para ellos la reforma agraria era, fue, una amenaza existencial. Este era el punto de vista de Jarpa.
Y ambos tenían razón.
La reforma agraria fue un cambio de la estructura social esperanzador, y al mismo tiempo un acontecimiento cósmico, casi una amenaza existencial.
A más de medio siglo de todo eso (más de medio siglo puesto que la reforma agraria, vaya paradoja, la inició Alessandri) cabe preguntarse si la industrialización del campo chileno y la transformación del inquilino en trabajador asalariado, y la consiguiente mejora de su bienestar y autonomía, por una parte, y el golpe militar, por la otra, se habrían producido sin la reforma agraria, ese acontecimiento que aún hoy, a más de medio siglo, suscita sentimientos y puntos de vista radicalmente encontrados.
Y la respuesta, bien mirado, es no.