Alfabetización sexual y familia
En reciente entrevista en El Mercurio, el ministro de Educación ha insistido en lo que llama "un cambio de paradigma". Uno de los componentes sería el énfasis en lo que denomina "alfabetización sexual".
¿En qué consistiría la "alfabetización sexual"?
Esa parte del contenido educativo hoy se contiene en las Bases curriculares de la educación básica, motivo por el cual el ministro debiera explicitar cuáles son las modificaciones o énfasis que, en su opinión, es necesario introducir en esas bases. Y si se cree eso del "cambio de paradigma" en la versión que alude a cambios radicales (como sabrá el ministro la palabra paradigma, según el propio Kuhn que la popularizó, posee más de una centena de acepciones) existiría un cambio bastante profundo en ellas.
Lo que cabe entonces preguntarse es si resulta sensato situar ese como uno de los ejes centrales del ministerio, atendidos los desafíos que hoy experimenta el sistema escolar. Una sencilla enumeración los pone de manifiesto: cuestiones de disciplina y de control; deterioro de la autoridad de los profesores; problemas en la formación inicial de estos últimos; pérdida de aprendizaje como consecuencia de la pandemia; distribución desigual de este último según la clase social, algo que la pandemia agravó, etcétera ¿No será más sensato poner el énfasis en esos problemas (sin cuya solución ni siquiera la alfabetización ya no sexual, sino alfabetización a secas será difícil) en vez de abrir un flanco de debate que, según muestra la experiencia, despertará el conservadurismo de algunos y el libertarianismo de otros?
Porque es eso exactamente lo que ocurrirá: el debate sobre la libertad de enseñanza y el viejo tema relativo a si la familia o el estado debe tener la autoridad educativa a la hora de decidir qué enseñar y cómo estará en el centro de la cuestión constitucional. Y el anuncio del ministro -un anuncio más bien vago- acentuará un debate sin orillas y no contribuirá a la racionalidad de ese debate.
Con todo, un par de ideas pueden ayudar a llevar adelante ese debate que, por lo visto, será inevitable.
En la situación actual no cabe ninguna duda que entregar nada más a la familia la educación sexual de los niños y desconoce el hecho que la familia es hoy, en muchos casos, una unidad inestable que descansa sobre el compromiso puramente emocional de sus miembros y, por lo mismo, una entidad extremadamente frágil. Basta subrayar ese hecho para aceptar que la educación en las diversas dimensiones de la sexualidad debe ser uno de los objetivos educativos. Y ello, cabría insistir, no porque se quiera arrebatar esa tarea a las familias, sino porque estas en muchos casos no están en condiciones de cumplirla. Ello, sin embargo, no ha de conducir al extremo de entregar toda la autoridad normativa en esas materias al estado o prescindir de la autoridad, ya no de la familia, sino de los padres. Equilibrar esos objetivos y alentar a los padres y a las familias a asumir esa tarea y esa responsabilidad (algo que no se alcanzará si se cree, como a veces ocurre, que la familia es una asociación puramente emocional entregada a la autonomía de sus miembros) es una cuestión fundamental en cualquier política educativa o social.
Durante mucho tiempo se ha pensado que una sociedad abierta debe tratar a la familia como una asociación política donde la última palabra la tiene la autonomía de quienes la integran. Como se comprende, esa forma de concebirla deteriora las funciones que ella -según muestra una larga literatura- está inevitablemente llamada a cumplir.
Quizá el cambio de paradigma a que alude el ministro deba consistir en caer en la cuenta de que la familia, y la forma de concebirla, y no solo la escuela, está también en el centro de este problema.