El llamado de Llaitul
Las recientes declaraciones de Héctor Llaitul -"la prioridad nuestra, dijo, es canalizar la violencia hacia el sabotaje, uno muy bien dirigido, hacia insumos, hacia maquinaria"- configuran un obvio ilícito. Y es de veras incomprensible que, hasta ahora, el gobierno asista a ellas con actitud impasible.
Un estado democrático, se ha dicho una y mil veces pero vale la pena reiterarlo, admite todos los fines y todos los propósitos, incluida la pretensión de autonomía de una comunidad, a condición que se intente conseguirlos por medios pacíficos y con exclusión de la violencia. La exclusión de los medios y la admisión de todos los fines es, por decirlo así, el principio básico de la democracia.
¿Infringe Llaitul ese principio e incumple su deber el gobierno al tolerar que lo haga sin ejercer acción alguna en su contra?
A primera vista pudiera sostenerse que lo de Héctor Llaitul no son más que palabras, simples declaraciones como alguna vez sugirió el presidente, opiniones que no están a la altura de las acciones y que solo estas merecen ser perseguidas.
Pero basta detenerse a pensar un momento para advertir que esa actitud impasible (apenas alterada por declaraciones de condena a la violencia) descansa en un error.
Es verdad que una sociedad abierta y un estado democrático no debe perseguir a nadie, ni sancionarlo, ni coaccionarlo, por las opiniones que emita o por el punto de vista que manifieste. Manifestar opiniones o puntos de vista, incluso cuando ellos resultan incómodos u opuestos a las convicciones democráticas (como si alguien solo declarara que sería mejor una dictadura o cosas así) está amparado por la libertad de expresión.
De eso no hay duda.
Pero una opinión debe ser distinguida de una incitación a actuar contra las instituciones por medio de la violencia organizada. Una opinión es un punto de vista que puede incidir causalmente en la acción, pero quien emite una simple opinión no pretende que ello ocurra, ni emplea medios idóneos para lograrlo. Una incitación, en cambio, es un discurso o un conjunto de acciones significativas que invitan e instan inequívocamente a ejecutar determinados actos, en este caso delitos violentos, y lo hacen de una manera que se muestra idónea. Y ocurre que una incitación no está amparada por la libre expresión ni por ninguna otra garantía de aquellas que son propias del debate público.
Y lo que ha hecho reiteradamente Llaitul no está amparado por las reglas del debate democrático (como el presidente parece creer), lo que hace Llaitul, y lo hace casi sistemáticamente, no es opinar: es incitar e instar a la violencia contra el orden constituido. Y lo hace de una forma eficaz como lo prueban los incendios y atentados que se ha atribuido y los que, sin atribuirse, ha incitado. Y eso un estado democrático no debiera -como desgraciadamente está ocurriendo entre nosotros- permitirlo.
Tratar las palabras de Llaitul como si fueran opiniones en medio del debate democrático es simplemente absurdo y si no fuera trágico para quienes padecen la amenaza, sería hasta risible. Porque lo que Llaitul pretende en los hechos no es participar del debate democrático, sino suprimirlo.
Creer que la legitimidad de los propósitos de Llaitul (suponiendo que la autonomía de los pueblos originarios la posea y que además sus integrantes quieran alcanzarla) autoriza el empleo de la violencia o la incitación a hacer uso de ella, no solo es cometer un obvio error intelectual (consistente en creer que se trata de meras opiniones) sino que es incurrir en el incumplimiento de un deber que pesa sobre la autoridad pública y que consiste en hacer cumplir las reglas.