Selva, la selva
Por Martín Caparrós Adelanto del libro "Sinfín"
Dice que quiere que se acabe. Yo lo que quiero es que se acabe, dice, y no me atrevo a preguntarle si quiere que se acabe su zozobra o que se acabe todo.
-Que se acabe de una buena vez.
Dice de nuevo el hombre, y otra vez no me animo. De eso sé.
No los vemos, creemos
que no están. O ni siquiera
nos tomamos el trabajo de creerlo.
No los vemos.
Aquí nadie diría que pasó todo eso. Aquí pasa una mujer con una cabra en brazos y un chico agarrado a su rodilla, descalzo, la cara sucia de alguna fruta rosa, la cabeza rapada; aquí un hombre corre y tres hombres le gritan algo que no entiendo; aquí lloran bebés, madres les cantan; aquí dos muchachos se intercambian unas pantallas chicas, casi rígidas; aquí una chica de tetas como mares les pasa por delante y no la miran; aquí hay perros de carne, más mujeres sentadas a la puerta de sus casas o chozas o casillas: trozos de plástico ensamblados con tornillos, los techos de palma, los suelos de tierra vuelta barro; aquí el calor es bruto, los olores; aquí hay personas viejas -hombres viejos y mujeres viejas-, sus caras arrugadas, sus espaldas arqueadas, sus pies chatos: personas como no suelen verse. Aquí, un hombre me dice que se llama Juliano, que tiene como setenta años -«como unos setenta», dice, «o quién sabe noventa» y sonríe sin sus dientes- y que él siempre vivió acá, que dónde más.
-No, yo siempre viví acá. Me acuerdo que en esos años llegué a pensar en irme, esos tiempos cuando se iban, no sé si usted se acuerda, si se puede acordar. Pero a mí me faltaron agallas, o como quiera que se llamen. ¿Usted cómo las llama? Mire si tuve suerte, que de puro cobarde me salvé…
Dice, y sonríe otra vez: brillo de babas en la encía. Juliano está sentado en una silla de plástico de dos patas, apoyada contra la pared de trozos de plástico para que no se caiga: la luz es poca, entra por un agujero en la pared. En un estante tiene un microondas: unos hornos que usaban mis abuelos, o quién sabe sus padres.
-Todos se fueron, pobres. Todos los que pudieron.
Después dice que pobres los pobres que se fueron, que nunca se imaginaron lo que les pasaría, que se fueron buscando una vida mejor y terminaron como terminaron. Pero que quién lo habría imaginado; que él sabe, porque alguno de ellos se escapó, pudo volver y les contó las cosas.
-Ahora parece que la gente de allá se volvió loca.
Dice, y yo le pregunto si realmente le parece de locos lo que hicimos y él insiste en que sí, que a quién se le ocurre, que cómo se les pudo ocurrir, y yo le pregunto -aunque ya sé- si está hablando de ?.
-Claro, de qué le voy a estar hablando.
-¿Y usted no querría tenerla?
-¿Yo? ¿Yo para qué la quiero? Yo ya viví como tenía que vivir. Yo no voy a meter mi cabeza en esas máquinas del diablo.
-El miedo ahora nos lleva desde las religiones a una nueva religión, que es la ciencia.
-Con dificultades, porque es difícil creer en la ciencia, ya que es lo contrario de una creencia. Una religión está basada en la existencia de una verdad absoluta y uno tiene que tener fe en esa verdad. En cambio, la ciencia basada en la duda no es para creer. El método científico es 'poner en duda' todo el tiempo y seguir adelante mediante el ensayo y el error. Eso es lo contrario de la creencia. Y, sin embargo, ahora queremos creer en la ciencia, lo cual complica mucho las cosas (ríe). Siempre la ciencia nos dice 'no crean' y nos muestra sus propias vacilaciones: hace seis meses no había que usar mascarilla, ahora no se puede ir al baño sin ella. Hace seis meses lo peor era tocar una superficie no desinfectada, ahora te dicen que no importa, que el mayor riesgo de contagio es vía aérea. Creer en la ciencia nos complica ¿conseguiremos (como especie) alguna vez no necesitar creer? No nos ha pasado nunca todavía. Llevo varias décadas imaginando que el único gran cambio cultural sería ese: dejar de creer. No es fácil.
-Quizás es parte de nuestra condición humana: creer.
-Cuando escucho 'condición humana' saco mi revólver: no existe semejante cosa, lo que existe es cultura, momentos, adaptaciones. Esa 'condición humana' cambia, cambia, cambia, no hace más que cambiar, por lo tanto no es una condición, sino un estado de la vida.
-A propósito, en unos días vendrá a Chile -al Congreso del Futuro- Martine Rothblatt, la creadora del Proyecto Terasem, con el que se busca "llegar a la inmortalidad a través del resguardo de la información almacenada en nuestro cerebro", tal como ocurre en tu novela.
-La base de 'Sinfín' es relativamente real: estamos en un momento en que la muerte empieza a ser pensada como un error que podríamos solucionar, como un problema técnico. Hay señores que han ganado miles de millones en California (la fortuna de Rothblatt asciende a US$6.000 millones, según Forbes), que la están pasando tan bien que no tienen ganas de que esto (la vida) se les acabe, e invierten en equipos de investigación para ver cómo 'solucionan' la muerte. Ahí están las dos tendencias de las que hablo en la novela: los que creen que hay que prolongar todo lo posible el funcionamiento de nuestros cuerpos, con trasplantes de órganos, terapias, etcétera, pero que saben que de todas maneras esto en algún momento se acabará; y los que dicen que hay que trasladar nuestros cerebros a una base donde puedan durar para siempre, suponiendo además que nuestra identidad está en el cerebro, cuestión que se podría suponer o negar.
-¿No te da miedo la posibilidad de la vida eterna?
-No, me encantaría. Estoy dispuesto a salir corriendo si me dicen que en tal o cual lado se puede hacer. No tengo ninguna gana de que se acabe, es todo lo que tengo. Me gustaría que siguiera para siempre y me da mucha pena llegar tarde. A veces me impresiona pensar en que quizás seamos una de las últimas generaciones que muere: sería patético si es así, lo bueno es que no nos vamos a enterar.
-¿Por qué estás tan enamorado de vivir?
-Hay muchas cosas que me desbordan, me atraen, me excitan, me gusta todo esto. Y por otro lado, es lo único que hay. Si me dijeran 'es esto o lo otro', podría pensarlo, pero es esto o esto. Entre algo y la nada, seguro que algo es bastante mejor. Y aun así, insisto, este algo a mí me gusta.
-Mientras leía "Sinfín" recordaba el libro "Sapiens: de animales a dioses", el análisis histórico de Yuval Noah Harari, ya que tus personajes en un momento entran en el razonamiento de que si has pasado tanto tiempo en que te duele la cabeza y tomas una pastilla, o se te cae un diente y te pones un implante, ¿cuál es el problema de migrar tu cerebro a una máquina?
-Leí 'Sapiens…' por encima, pero creo que es lo mismo que está pasando ahora con la vacuna (para el coronavirus): hay gente que no para de tomar todo tipo de medicinas y aceptar todo tipo de intervenciones médicas, y ahora, de pronto, empieza a tener problemas con que si se pone la vacuna o no, qué tendrá, que esto, que lo otro… Descubren de pronto que cuando uno va al médico se está poniendo en manos de alguien de cuyo saber uno no sabe nada.
-¿Y cómo fue la experiencia de inventarte un mundo y reportearlo a la vez?
-Eso me interesó desde el principio. Un poco dar vuelta el mecanismo habitual de contar la no ficción con herramientas de la ficción: en eso consiste la crónica y el periodismo narrativo. Entonces hice lo contrario y me entretuvo bastante.
Caparrós sugiere en su última novela que la memoria de los humanos podría traspasarse a las máquinas
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"La base de 'Sinfín' es relativamente real: estamos en un momento en que la muerte empieza a ser pensada como un error".