La memoria y el invierno de Pablo de Rokha
La reedición de "El amigo piedra" (Biblioteca Nacional) muestra la aldea iluminada con parafina y los personajes que inspiraron la poesía del vate sureño. Al final de esta autobiografía, escribe su hija.
La profusa obra de Pablo de Rokha (1894-1968), uno de los poetas chilenos más importantes de nuestra historia literaria, parece no tener fin. Cada cierto tiempo vuelve a nosotros en antologías, selecciones o reediciones de sus libros que en vida tuvieron una escasa recepción de venta y crítica, pese a que le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura en 1965.
Uno de los eslabones claves y ocultos en su producción es "El amigo piedra. Autobiografía", originalmente publicada en 1990, de forma póstuma, y hoy reeditada en un cuidado volumen de la Biblioteca Nacional. El libro es un eje que permite entender el mundo poético del autor, en diálogo con muchos de sus poemarios.
Naín Nómez, el mayor especialista chileno de la obra de Rokha, conoció este material en los años ochenta, en las manos de Mahfúd Massis, yerno del poeta. Él tenía casi todo mecanografiado con las propias correcciones del autor, además de algunos manuscritos que había comenzado a pasar a máquina. En esta edición se incluyen siete páginas que reproducen originales y su caligrafía, que parece un nítido trasunto del espíritu del creador, cruzando las hojas de punta a cabo con la fuerza de un toro herido.
La parafina
El material fue ensamblado por Nómez quien agregó algunos textos para complementar la primera parte. Lo hizo después de revisar acuciosamente la revista Multitud, fundada por el propio de Rokha.
El resultado es coherente con el estilo ambicioso de Pablo de Rokha. El poeta comienza el relato no con su nacimiento, sino contando la historia de sus ancestros y el mundo que los rodeaba. Así se revelan paisajes previos al 1900 en la zona sur de Chile. Aparecen Licantén y Talca, como origen. Hay una reconstrucción del tiempo en el que el vate no podía haber tenido recuerdos, pero parece su oído de niño quien se los apropia:
"Hay una mañana gris, lluviosa, enmohecida, como de latones rotos, como odios. Es el Invierno de acero de los pueblos, el Invierno entre los inviernos, el Invierno eterno, todo alumbrado de parafina, en cuyo corazón viejo, de vejez terrible y fragante, ya empiezan a podrirse las últimas frutas, con ancho morado eclesiástico. En la profundidad colosal del barro cantan las gotas".
Aquí el vaticinio del vatepoeta es hacia atrás, porque nadie duda de la verdad que hay en su escritura, que nos acerca a la familia a la que debe el nombre con que llegó a esta tierra, Carlos Díaz Loyola. De hecho, el poeta Gonzalo Rojas (1916-2011), otro sureño y Premio Nacional de Literatura 1992, recibió la primera edición de "El amigo piedra" con estas palabras: "Un texto fundamental, una pieza única dentro de lo que se conoce como el memorialismo chileno".
Para Naín Nómez, la importancia del libro parte desde este relato de formación. Y se extiende a lo largo de esta autobiografía: "Muestra algunas facetas que no están en la obra misma. Por ejemplo, dónde surge el deseo de escribir, cómo fue su infancia, ciertas motivaciones debido a que era diferente como niño de los demás, la relación que tuvo con los religiosos en el Seminario San Pelayo". Todo lo que se abrevia en la solapa de los libros, esta vez está estirado en su totalidad.
Un libro como este es entonces también un mapa a escala real. Lo es en la descripción de las geografías que recorre en el verbo de Rokha. Aparte de la zona central del origen viaja al desierto, al sur austral, a Chiloé. Cuenta sus estancias a veces ásperas en Chile y fuera del país. Quizá eso explica la elección del título, que deja en segundo lugar el propio relato de la vida. Para Nómez, 'El amigo piedra' "Es más que una autobiografía, es un relato que da cuenta del contexto donde surgió la vida y la obra de Pablo de Rokha".
El abuelo y el rucio
Ese contexto, por supuesto, también trae sus personajes. De esa infinita galería escondida en el Chile profundo, Nómez escoge dos: "Juan de Dios Alvarado, el abuelo, que tiene elementos patriarcales, mesiánicos, casi bíblicos. Una figura mucho más importante que su padre, un emblema del carácter. Otro es el Rucio Caroca, persona que conoció, con rasgos muy diversos, contrabandista, un poco bandido, que aparentemente huía de la justicia. Lo menciona en muchas partes, creo que es el protagonista de 'La Escritura de Raimundo Contreras'. También aparece en 'El Genio del Pueblo'. Lo menciona de pasada, además, en otros libros. Les da un carácter simbólico, mítico, que prestigia a los seres humanos.Uno podría encontrar esos rasgos en Violeta Parra y sus canciones".
Aunque más allá de las geografías y personajes, quien más relevante resulta una y otra vez en la escritura rokhiana es Winétt, su esposa y también poeta. A ella dedica la segunda parte.
En el prólogo de la edición actual, los escritores Mauricio Torres y Santiago Faúndez definen a "El amigo piedra" como una "crónica de su batalla por la vida y por la literatura; matrimonio literario cuyo destino es la trashumancia de los arrieros cordilleranos de la infancia de pueblo en pueblo, de casa en casa".
Esta autobiografía comienza antes de la vida y termina también antes de la muerte, en 1946. Ese año de Rokha es enviado por el Presidente Juan Antonio Ríos a mostrar la cultura chilena por Latinoamérica. A esos países dedica la tercera parte del libro. A los cincuenta y dos años finaliza su autobiografía. En la madurez, abandona.
Pese al cierre abrupto, para Nómez hay formas de continuar leyendo la vida, cuando ya definitivamente se fusiona con la obra: "Uno puede deducir lo que le pasa en otros de sus libros, porque permanentemente la escritura está ligada a su biografía. Ya sea por las dedicatorias, ya sea por los elementos críticos y políticos, por los amigos que va mencionando, etcétera".
Si bien las razones para finalizar el proyecto autobiográfico son un misterio, Nómez especula: "En un minuto quiso escribir novelas. Dejó un par de textos inconclusos que nunca encontré. Menciona que van aparecer posteriormente en la revista Multitud, pero nunca llegó a completarlos. Y, probablemente la autobiografía comenzó a escribirla en ese sentido, porque hay escenas con personajes teatrales que dialogan y se enfrentan, que uno los ve en su niñez o en su juventud, en un bar o en el campo. Hay elementos narrativos que no desarrolla. Posteriormente ya se dedica solo la poesía y no le interesa seguir escribiendo sobre sí mismo".
La hija y la náusea
Mahfúd Massis accedió a los archivos rokhianos a través de su esposa Lukó, una de las hijas del poeta. Ella cierra este libro con una evocación de más de cien páginas: "Retrato de mi padre" es un texto que podría leerse solo, como muchos testimonios de cercanos a grandes autores que abundan en la literatura actual.
Así lo explica Naín Nómez, quien le pidió a Lukó escribirlo: "Es un contraste con lo escrito por Pablo de Rokha. Ya no habla el poeta de sí mismo, sino que otra voz recuerda toda su vida. Va haciendo un contraste, un paralelismo, y va mostrando un mundo contextual mucho más rico. Porque ella conoció a muchos escritores, como Vicente Huidobro, que la quería mucho, Volodia Teitelboim o Pablo Neruda".
Una muestra de esa relación entre lo que narran uno y otro son las decenas de referencias durísimas sobre el Nobel, matizado por la escritura de la hija: "Muchos de los que estaban a su lado hicieron suya la enemistad que existía entre estos dos hombres que una vez fueron amigos. Pienso que muchos de los seguidores de mi padre y de Neruda fueron los culpables del atizamiento de esta enemistad. Recuerdo que numerosas personas que venían a casa, contaban lo que hacía y decía Neruda contra mi padre, los mismos que después llevaban las respuestas de Pablo de Rokha a Pablo Neruda. Tengo la impresión que este juego constituía una especie de diversión para los portadores de esas intrigas, que personalmente me provocaban náuseas".
Por Cristóbal Gaete
"El amigo piedra es un texto fundamental, una pieza única", dijo en su momento Gonzalo Rojas.
Archivo del escritor
Tiempo de brujos
Hay una mañana gris, lluviosa, enmohecida, como de latones rotos, como odios. Es el Invierno de acero de los pueblos, el Invierno entre los inviernos, el Invierno eterno, todo alumbrado de parafina, en cuyo corazón viejo, de vejez terrible y fragante, ya empiezan a podrirse las últimas frutas, con ancho morado eclesiástico. En la profundidad colosal del barro cantan las gotas.
Yo estoy saliendo de la noche, todavía hilachado y corroído de su oscura dispersión de fuego, la noche de Licantén, la noche de ojera y de palanca.
Pero mis manos de tres años arañan la realidad como una gran naranja, buscan la forma violenta y los hechos y, a la espalda de los sueños, afirman su grito. Efectivamente, me creía un pájaro entre las sábanas, un pájaro de dimensiones formidables, como aquellos enormes y muertos, que cruzan cantando río arriba, río abajo, río afuera, por el Mataquito. Yo tengo aspecto de dulzura y soy infantil, pero mi pecho es duro. Ahora la sombra está mezclada al agua, a las mantas mojadas de la lluvia, la lluvia de cuarenta días de los tiempos antiguos, y es una especie turbia de licor invernal, sonoro, en donde las tinajas del techo dejan pasar la música de la luz, sonando. Hay algunas vacas que braman dolorosamente, mordiendo nuestros inviernos como grandes madres en los pajares abandonados. Agarrándose a sus entrañas gravita el canto vago y desgarrador de los gallos, los hermosos y eternos gallos de Licantén, los gallos errados y abandonados de los pueblos, que como desde la muerte, emergen completamente ensangrentados por el ladrido de los perros, los amarillos y espantosos gallos que lloran el tiempo entre sus violetas. Yo los escucho negros, rojos, blancos, de punta a punta de la eternidad, ¡clamando!
Adentro estallan los hachazos rajando en astillas el corazón de los pellines. Por eso escucho este aroma a boldo, a quillay, a maqui, a antigüedad monumental de los antepasados, a chilcas mojadas de la ribera, entre las cuales anidan los patos entremezclándose al olor esencial de los membrillos… ¡Oh!, pero, de repente, el bramido del animal asesinado se me clava en el alma… Porque están carneando en los galpones la vaquilla que le compraron el domingo a los entenados de ña Catita Vilu, la curandera me parecía limosnera y se escondía el dinero en su cantarito.
Mi padre. Sí. Entra él trayendo la actualidad retratada en las palabras, sudando, oliendo a látigo como su cinturón y los lazos trenzados con que amarraron a la criatura. Mirándolo, se me ocurre pensar en cuando nació mi hermana, la Chila. Lo quiero, pero lo temo. Siempre me parece que he hecho algo muy malo en su presencia, que me aplasta, porque sólo lo recuerdo como cazador o hachando o partiendo leña en la montaña. Él sonríe contemplándome. Me entrega el astillón de raulí oloroso y me dice: mira la yegua… Efectivamente, una de las patas traseras se la pusieron de coligüe verde, de tal manera que tiene cuatro patas, como todas las yeguas.
Yo la abrazo y me levanto cantando entre la niebla acerba.
De "El Amigo Piedra", páginas 31-32