El país tiene vocación de catástrofe, qué duda cabe. Ese parece ser el eje de la cultura chilena actual, forjada entre terremotos, erupciones volcánicas y ahora incendios abrasadores provocados por la barbarie humana. Chile está siendo incendiado metafórica y materialmente. Al país lo querían quemar y eso ya está hecho. Hay tierra quemada, arrasada, destruida y operadores políticos que administran la tragedia en sus múltiples variables.
Los terremotos quedaron en segundo plano. Chile se autodestruye, se mata a sí mismo, en circunstancias que por sus características de vulnerabilidad debiéramos cuidarlo como hueso de santo. Encerrados en esa delgada línea entre el borde costero y la cordillera, con un suelo siempre amenazado por una erosión irremediable, nuestra república nunca se diseñó en una relación amable con los elementos naturales que la determinan, además de una perturbadora cultura urbana.
La sensación conspirativa que tiene esta nueva catástrofe inunda el país; ya no sólo es la presencia de bosques pirogénicos rodeando zonas pobladas y las prácticas burdas que todavía se permite cierta agricultura en los campos o el fracaso de nuestra educación en relación con los cuidados de nuestro patrimonio "terrígena" (neologismo del poeta Mario Verdugo que alude al signo de apropiación cultural del territorio), sino que nos sentimos sobre castigados por un destino que no nos da tregua.
Como dicen algunas amigas mías, tributarias de cierto feminismo radical, Chile sufre las consecuencias de la hegemonía de un pensamiento estrecho, ellas hablan de un gorilismo básico, que no es otra cosa que un machismo endémico, que es el que sigue imponiendo sus reglas de sometimiento radical a, más que un poder omnímodo, a un modo de habitar el territorio que no puede sino ser catastrófico, porque sigue los patrones de una economía extractivista que niega la diversidad y los signos de un mundo que busca otros parámetros de desarrollo.
Esto culturalmente es muy potente en algo que podríamos denominar, como la distribución del deseo en nuestro país, por un lado una energía creativa que intenta nuevas formas de ocupar el territorio y, por otro, un modo endémico y estrictamente funcional de hacer país, intentando un modelo de desarrollo que ya no va más, a pesar de las involuciones tipo Donald Trump en América del norte. Planteamos esto porque cuidar el suelo y el patrimonio natural debiera ser un tema de Estado.
Y, también, tenemos el festín mediático y de las redes sociales, que es otra tragedia de una sociedad que no sabe comportarse o que, simplemente, perdió los modales. Y ni hablar del aprovechamiento político mesiánico. De pronto Chile está lleno de pirómanos y de gente que busca culpables, de conspiraciones y de relatos delirantes de gente que no sabe razonar, porque la educación que recibió no le enseñó esos protocolos. El negocio apocalíptico está en boga y llegó para quedarse.
Creo que una estrategia posible para enfrentar la situación de catástrofes, tiene que ver con la ficción, una vez más. Obviamente no se trata de una panacea, sino más bien de una terapéutica que nos permita buscar buenas razones. Si uno hace el catastro de los relatos delirantes aparecidos en las redes sociales tenemos un cuadro sinóptico de nuestra locura, pero también de nuestra imaginación: terrorismo mapuche colombiano, conspiración de forestales para cobrar seguros, piromanía salvífica, etc.
Con todo ese material puede surgir una novela profética sobre la descomposición de un mundo que es intervenido y/o dirigido por unos grupos de Whatsapp que se disputan (o por twiteros) una hegemonía improbable. Gente que está enclaustrada en ciudades en que todo es una pantalla o mediación tecnológica y que le entregó las zonas no urbanas a unos otros marginados que descubren que el fuego es un medio, un instrumento, un arma…
Lo concreto es que un elemento fundamental de la ficción es la imaginación, recurso clave que nos puede sacar de este atolladero.
Marcelo Mellado